Qué difícil resulta, querido Rafael, intentar dedicarte estas
palabras, justamente el día que dices adiós de entre los mortales. Qué difícil
se me hace, el saber que no vuelvo a hablar por teléfono contigo. Qué difícil va
a ser, pero tendrá que ser.
Cuando tuve el privilegio de pasar unas jornadas de campo,
dos o tres, me parece que fueron, charlando con usted maestro, más bien escuchándole
e intentando absorber todo lo que salía, de manera pausada y reflexiva de su
boca, sentí que había tocado el cielo desde la tierra. Me acorde de mi padre, Paulista
hasta la medula, y usted, usted me lo recordó en más de una ocasión, lo que me
hacia hincharme como un palomo, orgulloso de que D. Rafael de Paula, hablara
maravillas de mi padre.
Yo soy “Paulista”, primero por obligación, por herencia
paternal, porque fue el torero de toreros en mi niñez en casa de mis padres,
porque hablar de Paula era hablar del toreo, del temple, el duende, el compás,
el “quejio”, el arrebato, la magia… era todo eso junto en un hombre vestido de
torero, con sus rodillas maltrechas y sus muñecas de seda, con el alma
entregada al arte.
Aprendí mucho de usted y con usted. Esas tardes en Sayalero
(gracias a mi amigo Ángel), al calor de la chimenea, con un pitillo en una mano,
y un vinillo en la otra, nunca las olvidaré. Fueron una autentica sobredosis de
torería, empaque, sabiduría, verdad y porque no, también algo de nostalgia. 
No quiero hablar de su toreo, ni tan siquiera ponerlo ahora en los altares, pero lo que sí quiero que sepa, después de tantos años como han pasado, es que la faena que usted realizó en la plaza de toros de La Ventas, aquella feria de otoño de 1987, con el sobrero de Martínez Benavides, es la faena soñada. Es la entrega total del cuerpo al toreo, del alma al arte, del corazón a los sentimientos, y todo aquello, fue tan genial como efímero, se desvaneció al terminar sentado en el estribo, con la plaza en pie gritándole torero… esa es la grandeza del toreo.
 




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